La globalización ha dejado de ser un terreno de juego neutro —si es que alguna vez lo fue— donde las compañías examinan los costos salariales, el tamaño del mercado, la seguridad jurídica, o las comodidades de transporte para decidir dónde instalan sus factorías. Un nuevo actor, el Estado, ha irrumpido de manera fuerte, cargado de programas de subsidios millonarios, para mandar al baúl de los recuerdos la máxima capitalista del laissez-faire. La idea de que los poderes públicos no deben intervenir pues el sistema es capaz de autorregularse ha quedado enterrada bajo el convencimiento occidental de que cruzarse de brazos es homónimo de obsequiar a China —sin reparos en el momento de dar ayudas— la hegemonía de determinados ámbitos estratégicos, esencialmente los relacionados con el tiempo, la energía y la tecnología. Así ocurrió con la producción de placas solares, prácticamente monopolizada por compañías del gigante asiático, que surten al planeta, en pleno apogeo de las renovables, sin apenas competencia por sus bajos costos.

La pelea comercial en marcha ha sido un baño de realidad para Europa. Puede que EE UU lleve más de un año siendo un esencial aliado en el enfrentamiento de Ucrania, mas la competición económica es otra cosa. Incluso cuando en el Despacho Oval se sienta Joe Biden, un demócrata, de forma tradicional percibidos como menos tentados por los cantos de sirena del nacionalismo económico y más partidarios de cuidar la relación transatlántica. La nueva política industrial que Estados Unidos está diseñando mediante la Ley de Reducción de la Inflación y la de Chips y Ciencia (las dos de agosto de dos mil veintidos), y la de Inversión en Infraestructuras y Empleos (de noviembre de dos mil veintiuno), despliega una avalancha de atractivos incentivos a fin de que las compañías generen en suelo americano. Y eso choca con los intereses europeos: habitualmente, hacerlo allá va a significar que no se establecerán en los Veintisiete, o peor aún, que se van a ir en el caso de las que ya están.

La Ley de Reducción de la Inflación (IRA, por sus iniciales en inglés) ha sido el desencadenante del malestar europeo. Su potencia de fuego es de trescientos sesenta y nueve mil millones de dólares estadounidenses (cerca de trescientos cincuenta millones de euros) en los próximos diez años para fortalecer la seguridad energética y combatir el cambio climático, si bien aspira a movilizar considerablemente más. Las subvenciones fomentarán energías limpias como el hidrógeno verde, los proyectos solares y eólicos y comburentes para aviación más sustentables e estimularán la producción de minerales críticos precisos para las baterías de los turismos eléctricos, como el litio, el níquel, el manganeso y el grafito, de los que China es ahora uno de los grandes distribuidores. El poderoso bulto de subvenciones y recortes fiscales asimismo prevé ayudas de siete mil quinientos dólares estadounidenses para los usuarios por la adquisición de turismos eléctricos nuevos, siempre y cuando cuando menos un cuarenta% de las materias primas utilizadas para la batería del turismo se extraigan en Estados Unidos o en un país con el que tenga firmado un pacto de libre comercio.

Modelo de Volkswagen eléctrico presentado en Dresde por la marca alemana, el pasado 1 de marzo. JENS SCHLUETER (AFP)

La música puede tener una armonía atrayente si se escucha superficialmente, puesto que son medidas ventajosas para el planeta que asisten a cumplir con el Acuerdo de París. Pero cuanto más la escuchan sus asociados europeos, menos les agrada. Para el laboratorio de ideas Bruegel, con sede en Bruselas, Europa padecerá las consecuencias. “La IRA podría tener un impacto directo en el comercio y las decisiones sobre dónde ubicar la producción”, advierte en un análisis. Según sus cálculos, reducirá el costo medio de un vehículo en cerca de un quinto, lo que volverá menos competitivos los turismos eléctricos excluidos de los créditos. “Esto podría tener un impacto sustancial en la capacidad de las empresas automotrices extranjeras de mantener sus actuales cuotas en el mercado estadounidense. Para la UE, podría haber grandes pérdidas en sus exportaciones a EE UU”, agrega.

Vista la reacción del ámbito, no semeja que las de Bruegel sean predicciones apocalípticas. En un reciente mensaje en la red social LinkedIn, el directivo de Volkswagen Thomas Schmall lanzaba un atractivo aviso a las autoridades europeas: “Hoy en día, el negocio de las baterías está liderado por empresas asiáticas. Y mientras Estados Unidos se está poniendo al día gracias a la IRA, Europa se está quedando cada vez más rezagada. Las condiciones de la IRA son tan atractivas que Europa corre el riesgo de perder la carrera por los miles de millones de inversiones que se decidirán en los próximos meses y años”.

El mensaje fue algo como un mal vaticinio de lo que estaba por venir. Semanas después, la marca alemana suspendió sus planes de instalar una planta en Europa del Este, y se plantea en su sitio llevarla a EE UU, donde podría percibir hasta diez millones de euros en subvenciones. El cambio de idea está pendiente de materializarse, a la espera de conocer si hay una ambiciosa contestación europea al plan estadounidense que le haga más rentable quedarse. El poder del dinero público, más que jamás, manda sobre las resoluciones corporativas.

La percepción es que Europa, a pesar de las ingentes ayudas del plan de restauración NextGenerationEU, se queda atrás. De esa opinión es Carsten Brzeski, jefe global de Macro de ING. “La UE llega muy tarde a la fiesta. EE UU y China comenzaron la carrera por los subsidios mucho antes. Para la UE, la gran pregunta será si realmente podemos cerrar la brecha con EE UU y China. Probablemente no. Para mí, el mayor ganador de la carrera será EE UU, dado que tiene energía propia (y de bajo precio), un sector de tecnología punta altamente competitivo y una fuerte innovación. Además de un mercado interior que funciona correctamente”, mantiene por correo.

¿Proteccionismo?

Las posturas van desde los que acusan a EE UU de adentrarse en una deriva proteccionista al estimular la producción en su suelo de una forma que atenta contra las reglas de la Organización Mundial del Comercio (OMC), a los que defienden su actuación y la consideran inteligente. En este último conjunto está Roland Gillet, maestro de Economía Financiera en la Universidad de la Sorbona de París y en la Universidad Libre de Bruselas. “El proteccionismo es lo contrario a lo que hace EE UU, porque ofrecen ventajas fiscales a empresas que no son americanas, mientras que nosotros queremos que sigan produciendo aquí, aun siendo menos competitivos energéticamente. Europa podría dar las mismas ventajas si quisiera ser competitiva, pero eso cuesta muy caro. A diferencia de Europa, EE UU no se ha visto tan golpeado por la crisis de los precios del gas y el petróleo, por lo que ahora tienen medios para animar a empresas extranjeras a producir allí. Es muy astuto. Igual que China, que ha llegado a acuerdos de suministro energético con Rusia para comprar más barato lo que no puede vender a Europa”.

Joaquín Almunia, comisario europeo de Competencia entre dos mil diez y dos mil catorce, no opina igual. Critica que la IRA estadounidense fomenta una competencia infiel contraria a las reglas de la OMC, y piensa que la UE debe entablar conversaciones lo antes posible a fin de que haya una rectificación. “Es necesario alcanzar un acuerdo con Washington antes de que se extiendan sus consecuencias negativas sobre la localización de inversiones europeas”, estima. Almunia apunta que la UE está tomando medidas para disminuir al mínimo su impacto, como flexibilizar el control de las Ayudas de Estado a fin de que los países tengan más margen para subsidiar a la industria, planes de apoyo al ámbito de los semiconductores y a las tecnologías verdes, y otras ayudas que ya estaban actuales ya antes.

El inconveniente es que no todos y cada uno de los países de la UE tienen exactamente la misma capacidad de actuación, pues unos son más ricos que otros, o tienen menos deuda, lo que provoca desequilibrios, como alarma Almunia. “Casi el 80% de todas las ayudas aceptadas como compatibles han sido acordadas en Alemania (50%) y Francia (casi el 30%). De continuar esa práctica, el mercado interior tenderá a generar una distorsión muy dañina para los países miembros sin ese poderío económico-financiero”.

Lo que sucede con los turismos eléctricos puede contestarse en otros campos, como el hidrógeno. Así lo apunta Pau Ruiz Guix, Fulbright en la Universidad de Georgetown y cooperador del Real Instituto Elcano. “El apoyo de EE UU al hidrógeno puede afectar las decisiones de inversión en esta industria, desplazando inversiones al otro lado del Atlántico y potencialmente convirtiendo a la UE en importadora de hidrógeno subvencionado. Si la UE quiere alcanzar su objetivo y producir 10 millones de toneladas de hidrógeno verde en 2030, los líderes europeos deberán recalibrar cómo atraer inversiones”.

¿Por qué el plan de Bruselas es menos atrayente si asimismo incluye esenciales subvenciones? Bruegel lo explica así. “La principal diferencia entre EE UU y la UE puede no estar en el volumen total de subsidios verdes (excepto en energías renovables, donde se espera que EE UU continúe a la zaga de la UE), sino más bien en el aspecto cualitativo. Los subsidios de la IRA discriminan a los productores extranjeros de una manera que no lo hacen los subsidios de la UE. Y la IRA proporciona apoyo a la fabricación de tecnologías limpias de una manera particularmente simple —a través de créditos fiscales que cubren 10 años— mientras el apoyo comparable de la UE está más fragmentado, generalmente se considera más lento y más burocrático, y a veces está concebido para el corto plazo”.

De nuevo surge la idea de una Europa pesada y torpe, aquella que se quedó sin vencedores tecnológicos entre los fabricantes del jugoso pastel de la telefonía móvil, bloqueada en su marasmo institucional de Parlamento, Consejo, Comisión y veintisiete Estados. Para Alicia García Herrero, economista jefe de Asia-Pacífico en Natixis, “los americanos lo han hecho mejor, mucho más fácil, y parece que van a atraer más empresas que los europeos con tantos instrumentos diferentes”. Sin embargo, piensa que China lo tiene aún peor. “Sus empresas no pueden acceder a subsidios, y van a tener que salir de la cadena de producción estadounidense”. Eso va a tener un costo para Washington. “Va a necesitar tiempo para reducir la dependencia de China. Creo que poco a poco lo conseguirá, pero a un coste elevado, porque no será tan barato como importar los paneles solares de China”.

La guerra de los chips

Otro ámbito que se ve regado por miles y miles de millones de las arcas de los Estados, el de los semiconductores, es seguramente el que mejor ilustra el tira y afloja geopolítico. EE UU busca impedir el acceso de China a tecnología de vanguardia y prohibió el pasado octubre proveer a sus compañías ciertos semiconductores fabricados con tecnología estadounidense. Pero la falta de confianza es mutua. Hace solo unos días, Pekín prohibió a los operadores de infraestructuras clave del país adquirir productos de la firma estadounidense de chips Micron.

Dos empleados trabajan en la sala limpia de la fábrica de chips de Intel en Hillsboro, Oregon.
Dos empleados trabajan en la sala limpia de la factoría de chips de Intel en Hillsboro, Oregon.

Estos microscópicos componentes, más pequeños que un virus, están presentes en todo género de máquinas con las que interaccionamos cotidianamente, como electrodomésticos, móviles o turismos —los eléctricos utilizan unos dos mil, el doble que los convencionales—, mas asimismo en drones y tecnología aplicada a usos militares. Hoy por hoy, son fabricados mayoritariamente en Asia, sobre todo en Taiwán y Corea del Sur. Su falta a lo largo de la pandemia, cuando las cadenas de suministro padecieron cuellos de botella, forzó a detener provisionalmente la producción de plantas de vehículos. Y provocó un cambio de paradigma en Occidente: mejor acrecentar la fabricación casera, si bien sea más cara, que estar expuestos al shock económico que supondría cualquier nuevo corte en el suministro, especialmente cuando sobre el enorme distribuidor, Taiwán, planea el riesgo de una invasión china. Si eso sucediese, los inconvenientes de suministro de gas acontecidos por la invasión rusa se quedarían pequeños.

Washington ha aprobado un bulto de doscientos ochenta millones de dólares estadounidenses para instalar nuevas factorías de chips —muy caras, solo una de ellas puede llegar a valer veinte millones— e invertir en innovación, centros de alta tecnología y capacitación de trabajadores. La ley de chips europea contempla movilizar cuarenta y tres millones de euros. Y todo ese maná está produciendo una fiera competencia, no solo entre bloques, sino más bien entre los propios países de la UE, por persuadir a las compañías de instalen las factorías en sus territorios.

La estadounidense Intel fue nueva en el mes de febrero pues tras convenir edificar una factoría en la urbe alemana de Magdeburgo a cambio de seis mil ochocientos millones de euros en subsidios públicos, aumentó súbitamente la cantidad que solicitaba hasta diez millones. Argumentó que los costos energéticos eran más elevados de lo previsto, y la tecnología a generar, más avanzada de lo planeado en un inicio. “No creo que sea un problema de inflación. La estrategia de “si no consigo más dinero aquí, me voy a otro país que me promete más” es, como siempre y en toda circunstancia, una baza en la negociación”, mantiene Gonzalo León, emérito de la Universidad Politécnica de Madrid.

España busca su hueco

Corea del Sur, donde tiene su sede el gigante de los chips Samsung. Y Japón, sede de una potente industria automovilística encabezada por Toyota —y muy necesitada de chips—, asimismo han lanzado ya ambiciosos planes públicos. Incluso la India tiene en marcha su proyecto de desarrollo de una factoría avanzada. En China, golpeada por las limitaciones estadounidenses, las compañías privadas del ámbito están muy condicionadas por el Gobierno, como recoge el estudioso estadounidense Chris Miller en su fantástica obra Chip War. “Casi todas las empresas de chips de China dependen del apoyo del gobierno, por lo que están orientadas hacia objetivos nacionales tanto como hacia los comerciales”. Un ejecutivo de la firma YMTC puso palabras a esa realidad: “Obtener ganancias y cotizar en Bolsa… no son la prioridad […,] la meta es fabricar los chips para el país y hacer realidad el sueño chino”.

En España, el responsable de cumplir con la compleja labor de edificar un ecosistema de chips es Jaime Martorell, comisionado del PERTE con mayor dotación, doce y doscientos cincuenta millones de euros de dinero de los impositores. “El hecho de que más del 80% de la capacidad de fabricación de chips a nivel mundial esté localizada en dos países asiáticos ha generado una necesidad de diversificación y reequilibro de la cadena suministro”, narra. Junto por fuerza de los subsidios, Martorell vende en sus negociaciones con las multinacionales el potencial de la infraestructura científica de España, la disponibilidad de capital humano de excelencia, la competitividad de la infraestructura energética, logística o de transportes, la conectividad, el bajo costo de las renovables y una inflación bajo la europea. “Sin olvidar las fuerzas tractoras de la demanda doméstica de microchips, como son el sector de la automoción, donde somos el segundo fabricante europeo, las telecomunicaciones o el sector aeroespacial”.

La subasta está en marcha. Y de su resultado dependen millones de trabajos e inversiones en las próximas décadas. “Dios decidió dónde están las reservas de petróleo. Nosotros decidimos dónde ponemos las fábricas”, resumió Pat Gelsinger, consejero encargado de Intel, una de las compañías más seducidas.

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